Hace un mes Don Elio llegó a casa con un regalo dentro de una caja de zapatos bien cuidada y amarrada con un cordel donde se encontraban alrededor de 60 hojas de laurel. El nos decía que su regalo era para las buenas energias y cocinar los spaguettis favoritos de toda la familia. Inmediatamente conecte el aroma del laurel con las tardes de vacaciones que pasaba con mi tía D. Ella siempre me hablaba de los amuletos de protección y buena suerte que debían tener, hojas de laurel, ajo, canela, carbón y muchas cosas más, ella indicaba que tener amuletos era algo muy necesario cuando viajas, que hay lugares sajras y personas envidiosas, yo creo que traer caballos desde la frontera Oruro con Chile en 1939 (despues de la Guerra del Chaco), era seguir una travesia donde de alguna manera se sorteaban muchos peligros, maldades y aventuras.
Ayer encontre uno de sus últimos amuletos que me regalo tia D. cuando ingresé a trabajar en una institución pública, y decodifique todos sus elementos abriendo la bolsa de tela sellada por los recuerdos que encontré en el fondo del mar de cachivaches de la casa de mis padres. Me puse a pensar que estas épocas aun son de portar amuletos, porque hay un deterioro de la condición humana, varias amigas estan enfermas, otras tienen el corazón roto, o no viven desde el mundo que pensaron habitar. Acaricio las hojas de laurel, siento su aroma enciendo palo santo y lanzo palabras como una especie de bengalas, para las mujeres tristes que sienten que el tiempo les ha defraudado pero que aun pueden sonreir al ver las nubes, para los que nos gusta la suavidad de los abrazos que compartimos de manera especial con los que no quieren que se los toque (aunque en el fondo se derriten al tenerte cerca), bengalas con vibraciones así como el zumbido de ese gatito que secuestró nuestras asperezas despues del confinamiento, bengalas y pirotecnia que tienen color verde como las hojas de laurel que son el eslabón de pensar que la suerte y las buenas energías aun brillan en el fondo del océano de nuestro corazón que palpita como una bomba a punto de estallar cada vez que nos sentimos vivos y seguimos enfrentando nuestras propias batallas.